Roldán



En tiempos remotos, vivía en la sierra de Finestrat un soldado llamado Roldán.
Era dueño de aquellos solitarios parajes donde vivía  y recorría libremente. Cuando los animales feroces le acosaban le bastaba dar un par de zancadas  y estocadas con su espada para ahuyentarlos. Y con la misma facilidad llegaba hasta las tranquilas aguas del mar en los calurosos días del verano. Nuestro héroe vivía satisfecho y despreocupado en este privilegiado rincón.
Pero, a pesar de todo, no era Roldán un ser alegre sino más bien parecía taciturno, casi triste. Vagaba errante y solitario en busca de algo que le faltaba a su vida, en busca de algo que le explicara su razón de ser.
Un día, mientras caminaba hacia el mar para bañarse, se encontró con una joven tan bella como lo son todas las heroínas de leyendas. Estaba jugueteando en el agua y al percibir la presencia del intruso se volvió rápidamente. Sus ojos, de un azul profundo, le miraron con curiosidad pero sin temor. Y con ese gesto eterno de inconsciente coquetería, le ofreció agua en el cuenco de sus blancas manos.
 La joven rió suavemente y rió el soldado con una carcajada, tan poderosa, que hizo estremecer a la montaña. Y volvió a reír gozoso y feliz como nunca.
En su risa había algo hermoso, algo así como un acento de triunfo y de poderío.
Desde este instante ya no se separaron. Roldán la condujo a su cabaña que, su gran amor, sabría transformar en un refugio grato para ella. Los dos gozaban de una felicidad perfecta. Dormían bajo las estrellas y Roldán sabía encontrar las hierbas más finas y más perfumadas para que sirvieran de lecho a la joven. La dicha duró muy poco tiempo.
Un día en que Roldán volvía a su cabaña contento y confiado, salió al encuentro un extraño ser; una sombra más bien, de la que se desprendía algo siniestro y maléfico.
-¿Quién eres? –le preguntó.
La sombra aparentó no haberle oído y con voz helada, en la cuál no se adivinaba un fondo de piedad, dijo:
-Corre si quieres encontrar viva a tu compañera, pues cuando el último rayo de sol abandone tu cabaña, también ella morirá.
Roldán partió veloz hacia su cabaña. La joven estaba muriéndose, tal como le acababa de profetizar aquel ser malvado. Su pena y su desesperación no tuvieron límites. Se quedó paralizado en la entrada no atreviéndose ni a respirar por temor a que el más pequeño movimiento pudiera romper el frágil hilo que aún la unía a la vida. El soldado se irguió en  su extraordinaria estatura y con fiero ademán amenazó al sol que, indiferente a su desesperación, caminaba hacia el ocaso con el mismo esplendor de siempre.
Roldán se repetía, una y otra vez, la profecía: “Cuando se oculte el sol, cuando su último rayo desaparezca de la faz de la tierra, morirá … morirá … ¡Morirá!
¡Y el sol se iba hundiendo cada vez más detrás de la montaña!
Enloquecido, ciego de dolor, salió volando más que corriendo hacia la cumbre del “Puig Campana” tras cuya ladera iba ocultándose el astro del día.
De una furiosa estocada, arrancó un enorme pedazo que salió por los aires y fue a caer al mar. Por aquel hueco tan fantásticamente abierto siguió penetrando la luz del sol durante unos minutos más.
Unos minutos más de vida para su amada
Entonces, el sol como un fugitivo despiadado se ocultó por completo…
¡Y la muerte cerró para siempre aquellos ojos tan bellos!

Con ella en brazos continuó andando errante bajo las estrellas, menos bellas y menos pálidas que el rostro que descansaba sobre su corazón ….
La salida de la luna, marcando una estela luminosa en el mar, atrajo su atención. Hacia allí se dirigió entonces como un sonámbulo, quien sabe si con la loca esperanza de que aquella luz que la diosa de la noche derramaba sobre el agua pudiera devolverle la vida a la joven rubia que parecía dormida. Con los ojos fijos en el disco de plata llegó hasta la playa. Penetró en las aguas, siguiendo siempre aquel camino fosforescente, cuya claridad le permitía contemplar otra vez el rostro amado.
Nuestro héroe caminó hacia el fondo del mar llevando siempre en alto el cadáver hasta que su marcha se vio detenida por la isla recién nacida.
Por un momento, amparado por una concavidad del islote, pudo aún defenderla. Después, vencido por completo, la depositó con infinito cuidado en ese mismo hueco..
No quiso regresar.
¿Cómo iba a dejarla tan sola y tan indefensa?
Se abrazó a ella para con su cuerpo seguirla protegiendo por toda la eternidad….


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