El café
El
murmullo de una mosca veraniega fue el desencadenante. Daniel lanzó un torpe
manotazo que envió la mitad de su vaso de café a la falda de su vecina de
barra. Una falda blanca recién comprada en las rebajas.
La
mujer se puso en pie y se quedó mirando su falda con cara de pocos amigos. Su
entrecejo se arrugó lentamente, como el ánimo del infructuoso cazador.
Daniel se vio obligado a mirar hacia arriba. Aquella mujer medía más de metro ochenta , y tenía un cuerpo espectacular. Daniel se encogió tras un «lo siento» tembloroso.
Daniel se vio obligado a mirar hacia arriba. Aquella mujer medía más de metro ochenta , y tenía un cuerpo espectacular. Daniel se encogió tras un «lo siento» tembloroso.
La espectacular
figura y actitud de la dueña de la falda blanca presagiaban la irremediable
desgracia. Todo el bar contenía el aliento. Daniel, sorprendido, descubrió una
sonrisa que crecía en el rostro de la bella mujer de la barra. Aquel café
derramado fue el comienzo de un largo noviazgo entre dos desconocidos. La mosca
continuó ejerciendo su oficio de Celestina durante sus últimas horas de vida,
aunque el café de Daniel fue su herencia vital más celebrada.
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